Aunque crecí en Nueva Inglaterra, en el noreste de Estados Unidos, había algo nuevo para mí al ver las ventiscas islandesas. Era algo paralizante, con rachas de viento épicas que hacían que los copos de nieve parecieran cuchillas.
Cuando dejé mis maletas en el suelo nevado de Reykjavik, se me acercó un hombre mayor en un Jeep.
"¿Quieres subir?", me preguntó.
Me pareció una locura. ¿Quién va a subir al auto de un desconocido?
Pero pese a todo lo que siempre me dijeron sobre subir a vehículos con extraños, entré a la parte trasera. Y sabía que no me iba a pasar nada malo.
Después de todo, estaba en Islandia. Me quedaría por una semana para estudiar los bajos índices de criminalidad del país y ese era mi segundo viaje a ese frío lugar del norte de Europa en seis meses.
He pasado los tres últimos años en la Universidad de Leyes de Suffolk, en Boston, estudiando derecho internacional.
Antes de mi primera visita a Reykjavik, en agosto de 2012, ya tenía el tema para mi tesis: haría un estudio sobre la Convención de Ginebra para la ciberguerra.ç
Pero esa semana en Islandia cambió mis perspectivas. Estaba placenteramente desconcertado por lo que vi.
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